En este artículo el El Dr. Abad , coordinador de Psiquiatría de ASISA y coordinador general de Lavinia, analiza cómo la queja está instaurada en nuestros días.
Es una obviedad decir que la queja trae descrédito y produce hastío, y sin embargo, no hacemos otra cosa que quejarnos: de la vida, la política y la familia; del tiempo atmosférico y del tiempo que vivimos; de las Felices Navidades, y de la cuesta de enero. En fin, también nos quejamos de los quejicas. Y de los que se quejan de los quejicas.
Vivimos un tiempo que todo nos molesta y mostramos enfado con el mundo, donde siempre hay alguien que tiene la culpa de algo y hay que reivindicar el agravio. El malhumor, la queja, la indignación y la hartura son un rasgo distintivo de la sociedad actual: ¡Cómo es posible!; ¡Qué indignidad!; estoy harto, qué vergüenza; qué injusticia; parece mentira, son expresiones frecuentes en el mundo que vivimos. Y, sin embargo, nadie se denomina o percibe quejumbroso o quejica. Fenómeno curioso. Todos tendemos a la autojustificación. Así y todo ¿Por qué seguimos quejándonos, de forma persistente, sabiendo que es tan contraproducente y provoca un claro rechazo? Una primera respuesta, contundente y simple, nos la da el sentencioso y provecto Refrán: “El que se queja, sus males aleja”. Es frecuente cuando dos personas se encuentran, que una pregunte a la otra: ¿Cómo estás?; ¿Cómo te va la vida? y que nuestra respuesta coloquial y educada sea: “No me puedo quejar”. Es decir: la ausencia de quejas como correlato y atributo de irte aceptablemente bien en la vida y no entrar en Jeremiadas.
Sociedad e individuo se entrecruzan y frecuentemente viven en conflicto. Individuo y sociedad suelen echarse mutuamente la culpa de sus carencias e insuficiencias. En última instancia no es fácil delimitar las causas sociales de las individuales y vamos buscando motivaciones verosímiles. Observamos con perplejidad que la sociedad amplia los derechos, y el individuo cada vez se siente más agraviado. Y, por otro lado, la persona que no encuentra sosiego en su interior, tiene el hábito de quejarse, como forma de desembarazarse de sus preocupaciones. No es infrecuente pensar que hay personas que se quejan de vicio.
En términos sociales, hay que ver a la queja, como un terreno más en el que se proyectan las tensiones de nuestro presente. De ahí que es imprescindible escuchar y entender la “historia de la queja”, no desestimarla, y saber que, todas las luchas y conflictos comienzan por una queja, o muchas. Y, entendiendo, que hay causas justas para algunas quejas. Detrás de toda queja hay una petición encubierta, o explícita. El estado afectivo que transmite una persona, no sólo da cuenta de su situación, sino es un medio “Para”: una forma de comunicación y de acción sobre el otro. Hay que diferenciar el qué del quién y para qué. Alguien puede ser un quejumbroso inveterado, y no por ello hay que eludir la queja en sí misma y cómo se expresa: forma de hablar, tono de voz, gestos, expresión de la cara: apagada, triste, colérica… Muchas veces la forma expresa mucho más que el fondo verbal. La queja, como tal, da cuenta de un determinado vínculo. Aunque la queja no siempre es intersubjetiva. No siempre se dirige a otra persona. Muchas veces es un murmullo, un diálogo interior que nos atrae y absorbe. Nos ensimismamos en una urdimbre de lamentos y obsesiones. Nos consuela.
No es fácil discriminar entre la crítica razonable y la “queja razonada”, justificativa. Toda queja lleva de soslayo una amarga crítica; pero la crítica no es solo reproche, sino también y sobre todo, es discernimiento, criba, matiz. Distinguir y discriminar es la tarea de la crítica. Y a la queja persistente se la suele poner en evidencia por su desmesura y constancia; por tratar de conseguir algún tipo de ganancia o prebenda y por tratar de amedrentar o inducir pena y/o culpabilidad. Por quejarse mucho y hacer poco.
Las quejas abarcan un numeroso grupo de fenómenos que van de los que no se quejan jamás – y lo llevan con orgullo o miedo -, a las personas que se quejan de todo lo que les sucede en la vida: el mundo es injusto con ellos y su destino es doloroso y necesariamente frustrante. Y necesitan y reclaman que los demás les resuelvan la vida. Consideran que se merecen más y mejores cosas. El quejumbroso indómito se termina convirtiendo en una víctima indomable, presuntamente asediada por el dolor y la desesperación, con acciones muchas veces imprevisibles.
Quejarse es la acción por la que se expresa disconformidad o enfado por algo que está sucediendo, sucedió o sucederá. La queja, en sí misma, puede ser funcionalmente positiva, saludable, en la medida que nos ayuda a tomar conciencia, a detectar lo que no está bien para ponerse en marcha y buscar soluciones. Cuando se hace reiterativa y persistente es negativa y estéril . La queja disfuncional no busca solución, busca y reitera la queja misma. Se cierra y bloquea en un camino sin salida. Se cronifica, adoptando diferentes formas, fines y maneras.
Unas veces la queja se viste de lamento y otras muestras de aflicción; es suplicativa, melancólica, y trata de provocar lástima y culpa. Otras, la queja puede adoptar una forma, predominantemente airada, incluso colérica. El enfado, la indignación, te hace sentir menos sensible, más activo, menos temeroso y sobrecogido. La queja, incluso, puede adoptar una extrema furia e indignación. El gran indignado, lleno de furor y soberbia, busca algo censurable en la realidad – que lo hay – , y se queja inmisericordemente, denunciando el abuso y la injusticia, canalizando su hastío interior, y tratando de convertirse en el gerifalte, en el símbolo, en el representante de la dignidad y la justicia. En el sujeto moralmente Ideal.
Por último, tenemos la quejumbre melancólica, que tan escasos y dolorosos resultados da, donde obsesivamente se recrea un presente de aciago pasado y se pronostica un futuro desolador, apocalíptico. Insatisfacción, frustración y desesperanza planean por doquier. Donde las quejas están teñidas de un reclamo, de un anhelo incesante, insatisfacible. Lamentos sobre la salud, la familia, sobre sí mismo y el mundo, que son propias de la depresión patológica, de la Gran Depresión.
¿Por qué y para qué nos quejamos? Algunas veces quienes se quejan han sufrido experiencias traumáticas, reales, y tienen miedo de ser víctimas otra vez, y a través de su anticipación tratan de eludirlas. Otras, se enmascaran situaciones dolorosas, inaceptables, poniendo en primer plano otras triviales y anodinas que ocultan lo fundamental. Hay depresiones, que se denominan enmascaradas, donde surgen son quejas triviales, anodinas, incluso con un ánimo optimista, sonriente, que encubren o anuncian la depresión.
En otras ocasiones, la queja y el lamento, también, puede utilizarse para alcanzar la motivación necesaria y reducir la discrepancia entre la realidad y nuestras expectativas. Y es a través de la exigencia, la queja airada y el perfeccionismo que tratamos de lograrlo: “Con mi enojo lograré forzar o forzarme a lo que deseo”, que es la interiorización de cómo los padres – primeros representantes de la realidad – nos han criado. Otras veces, quejarse y lamentarse amargamente puede ser utilizado para evitar crear una impresión no deseada en el otro y proporcionar una excusa, evitar responsabilidades, o bien que no te recriminen o exijan. O buscar activamente la estigmatización y el oprobio para inducir responsabilidad y culpa en el otro. A veces, se sufre más de lo necesario para obtener una Gracia, una prebenda. Esta inmersión implícita y muchas veces inconsciente, autoriza a quejarse y molestar al otro de forma persistente – “tengo derechos” o “eres el responsable”- más allá de lo creíble, y nada puede convencer al quejoso que desista de hacerlo.
En otras ocasiones son la propias tendencias pesimistas las que nos hace fijarnos en lo que funciona mal en otros o en nosotros mismos. Ser más realista o pesimista que los demás puede ser una señal de depresión, si va unida a otros síntomas.
La queja, pues, es un discurso interno o lo que contamos a otros con la intención – no solo – de expresar y aliviar un malestar, un dolor; de buscar simpatía; de compartirlo con la intención de suplicar, o zaherir a otra persona. En las situaciones de impotencia o desvalimiento, siempre nos queda la queja, el lamento. Y casi siempre las quejas son el reverso de la gratitud.
Siempre, detrás de una queja hay una petición, un anhelo, una carencia, un egoísmo. Toda queja lleva de soslayo una amarga crítica de insatisfacción, a veces expresada con malhumor y disgusto. La queja persistente denota y connota una manifiesta pasividad regresiva, infantil. Y un vínculo o concepción paranoide del mundo: ante cualquier infortunio de la vida, alguien es el responsable. Y no soy yo. “Yo soy la víctima y el mundo circundante – personas u objetos inanimados – victimarios”. Posición paranoide que subyace a todo acontecimiento. En el quejumbroso habitual hay una sensibilidad grande para la ofensa, e interpreta como agresión la expresión de opiniones diferentes. Y donde quejarse es más fácil y tranquilizador que hacer algo en la realidad. Critican constantemente, colocando siempre en el otro las fallas. Donde la crítica y la denigración del otro son una forma de reafirmarse de sentirse superior. Además, quejarse a otro de otro, une mucho y satisface pulsiones morbosas.
Cuántas veces, en la sociedad, reprochar al semejante, buscar un enemigo, facilita vivir mas tranquilo en grupo o en familia. Buscar y tener un enemigo estructura, da fuerza al grupo. Ven a todo el mundo como idiotas y humillan a aquellos que cometen errores; o incluso los buscan. Por otro lado, se da una actitud regresiva, infantil, donde sea el otro el que arregle el problema. Tienen una enorme dificultad para asumir que son agentes activos de lo que les pasa, y que para evitar auto observarse centran la atención en el objeto. Jamás se plantean: ¿Qué hice yo para merecer esto? En última instancia la crítica sin búsqueda de soluciones y acción es una queja constante.
Ante los inconvenientes aspectos displacenteros de la vida y la realidad , se queja, se protesta. Y la queja se convierte en un recurso antiguo, antídoto supuestamente eficaz ante sentimientos de inadecuación, vulnerabilidad e impotencia. A la queja – en última instancia – se la dota de un carácter mágico omnipotente que trata de modificar la realidad en sí misma a través de las palabras – palabrería – y la inacción: “si me quejo, si protesto, las cosas tienen que cambiar por el hecho de quejarme”, por lo que se renuncia a cualquier otro tipo de acción eficaz. Quejarse es más fácil y tranquilizador que hacer algo en la realidad cuando todo a tu alrededor se resquebraja y te sientes impotente. A veces es una forma fallida de controlar, de “poder y resistencia” ante lo que te rodea, y de no aceptar la vulnerabilidad y la dependencia. La queja como premio consuelo.
La queja, el llanto, el lamento es el primer recurso que desde niño se utiliza para buscar ayuda de la mamá y que calme todo reclamo o sufrimiento. Recurso que quedará incorporado en el inconsciente como forma de pedir ayuda y consuelo. Y que se irá ampliando y complejizando según evoluciona hacia la supuesta vida adulta. El quejumbroso es algo así como un niño que evoca una madre que debería salvarle de todas las dificultades. En la vida adulta, cuando surja una dificultad, una impotencia, surgirá una inevitable tensión, y se tiene la capacidad de resolverla o resignarse; o bien se queja y se reactivan reclamos infantiles cada vez más sofisticados. En otras ocasiones, simplemente, aprendemos e interiorizamos los rasgos y actitudes de las personas con las que vivimos. Lo que denominamos en sentido amplio como Identificación.
En un afán por pensar que dominamos y controlamos la realidad y a nosotros mismos, nos dejamos llevar por los clichés, las frases hechas; por las sentencias, refranes y proverbios. Todos tenemos alguna a mano para enfrentar los asuntos de la vida; o bien nos sirven como anhelo o guía de perfección. Un proverbio oriental nos dice con criterio indiscutible y práctico: “si tu mal tiene remedio ¿Por qué te quejas? Si no lo tiene ¿por qué te quejas”? Podríamos añadir lo ya sabido, que la queja reticente trae descrédito y produce rechazo. Y ni con esas, seguimos quejándonos. ¿Por qué?
Detrás de toda queja hay una petición, un anhelo, una carencia. Expresa que merece más y mejores cosas; con derecho a todo, y busca consuelo, simpatía, afirmación. El quejumbroso reiterado trata de escaparse de la realidad y de sí mismo, aprovechando cualquier hendidura. Y el quejarse es una versátil válvula de escape. Cuando aparece la impotencia, vulnerabilidad y desamparo, la queja es un instrumento imprescindible, mágico, que se impone social e individualmente. Es cierto que no es del todo eficaz, pero hay que tener en cuenta que se recurre a lo que se tiene. Es difícil resistirse a la queja. Necesitamos salidas, válvulas de escape. Vivimos en la cultura de la queja y su compulsiva persistencia.
Decepcionados por descubrir que vivimos en un mundo imperfecto. Insatisfechos por no tener todo lo que queremos, anhelando un mundo ideal y frustrados de que la vida no sea plenamente satisfactoria. Si nos sentimos desafortunados y no suficientemente considerados. Si no somos incondicionalmente queridos. Si creemos que tenemos derecho a todo. Si solo nos fijamos en la injusticia. Si solo vemos decepciones y nos negamos a la gratitud de los que vivieron antes que nosotros. Si ante cualquier problema se busca un culpable y “me lo tienes que solucionar”. Si creemos tener siempre la razón. Si estamos orgullos de ser como somos. Si utilizo una lupa para ver los defectos de los demás y no me miro en el espejo para ver los míos. Si solo reivindicamos lo propio, lo personal. Si no sabemos ponernos en el lugar de los demás. Si estamos poseídos por la cultura del yo y sus metástasis. Si estamos encadenados a un rubicundo y ensimismado individualismo. Sí, nos queda la palabra, la queja, parafraseando a Blas de Otero. Y trataremos de buscar pena y compasión, o indignados e insuflados de rabia coercitiva, exigiremos que nos arreglen la existencia, buscando empatía, consuelo y consideración. Afortunadamente se puede y debe hacer algo más.
Ante exigencias desmesuradas y vanas, ideales inalcanzables y fatuos; infantilismo tirano y montaraz y, una concepción suspicaz del mundo, no es de extrañar que la vida te parezca injusta y surja la queja – por mucho que produzca rechazo y descrédito – como reacción de impotencia e ineficaz válvula de escape. Cuantas veces, nada más levantarnos, pensamos que la realidad está “construida”, hecha, para fastidiarnos – los horarios, el metro, la lluvia o la sequía, la circulación, el trabajo – e impedirnos ser lo que queremos. Y buscamos cualquier salida para escapar de la realidad, incluso de nosotros mismos. Y un peligro es dejarse arrastrar; darse por vencido cuando no lo estamos; o seguir quejándonos indefinidamente. Es decir, la queja como premio consuelo. O bien surge un impulso a reaccionar, con coraje, ante uno mismo y la realidad; a no someternos. Podrá surgir rabia e indignación y nos preguntaremos qué se puede hacer para resolver o mejorar los diversos problemas que la vida te va presentando; qué puedo hacer de mí mismo y de las relaciones con los demás. ¿Quiero ponerme al frente de mi biografía o claudico a una inefable queja que te sume en una pasividad estéril que ironiza el conocido dicho: “Dios me ha hecho así, cualquier queja, habla con él”?
Y a pesar de todo, somos más capaces y adultos de lo que creemos; estar y lidiar con otras personas nos hace menos individualistas, y el mundo, no es tan malo si lo vemos con una perspectiva más amplia. Y desde que nacemos tenemos que trasegar con la inevitable vulnerabilidad e impotencia. Merece la pena.